Conmemorar el momento de mi vida en que decidí apostar con contundencia por la bicicleta como medio de transporte es algo que hago algunos años, pero este año es especial por varias razones. Por un lado, se cumple ese aniversario redondo que recuerda esos tres lustros. Por otro lado coincide con la celebración de la Criticona en Málaga, que es la confluencia nacional de todas las masas críticas del país, cuya ciudad anfitriona va itinerando en cada ocasión.
Hace nada menos que 13 años, viajé a Madrid para asistir a la primera Criticona celebrada en España y también lo conté aquí, y no puedo ocultar la ilusión y expectación que me produce que una criticona se celebre en la ciudad en la que vivo.
Este es el camino que recorre la orilla del río Segura a su paso por la ciudad de Murcia, y era la excusa perfecta para recuperar mi serie de historias de la huerta. Hacía como seis años que escribí sobre el Reguerón, en el último post de esta serie, en gran parte porque he estado más de la mitad de ese tiempo viviendo en otras ciudades de España.
En algunas zonas como la ribera del río, Murcia ha cambiado mucho en los últimos años. Llámalo escepticismo acumulado, llámalo nostalgia o quizás por una vez han hecho las cosas bien esta ciudad, pero me ha sorprendido lo que he encontrado.
Zona de Murcia Río
Aunque con un nombre muy poco original, copiado al calor de Madrid Rio, se ha creado un entramado bastante habitable con una variedad vegetal bastante interesante. Hasta se podría pasar por alto que ahora el carril bici en lugar de ser recto, nos obligue a serpentear entre los setos.
Ojalá este tipo de actuaciones se hicieran en zonas menos céntricas como la zona de vía recién soterrada, pero igualmente se agradece ese primer tramo revitalizado y renaturalizado, que hace iniciar el camino predispuesto a disfrutar la parte de senda ciclista que continúa tras dejar atrás la zona del Malecón, más salvaje pero igualmente interesante y disfrutable.
Mar de Tierras es la asociación que hay detrás de una iniciativa tan bonita y necesaria como Water Wheel, un viaje en bici que comenzó y terminó en la ciudad de Segovia, recorriendo poblaciones de la España vaciada con la intención de sensibilizar sobre la escasez de agua, haciéndonos conscientes sobre la cantidad que usamos en nuestra vida diaria, reflexionando y aprendiendo en compañía sobre cómo reducir nuestros residuos e impacto en el planeta.
¿Sostenibilidad, residuo cero y bicicletas en un mismo viaje? Era un reclamo demasiado atractivo como para no querer involucrarse, a pesar de la distancia que me separaba del punto de partida, y me planté en Madrid con mi bici y mis alforjas, para tomar el bus que llevaba a la mayoría del grupo hasta Segovia, donde nacía la ruta.
En algún lugar de la meseta castellana
Durante cinco días, recorrimos diferentes poblaciones de Segovia y Valladolid descubriendo proyectos e iniciativas con la población local, y divulgando sobre el impacto de nuestro modelo de vida y consumo, siempre con un énfasis particular en acercarnos a la nula generación de residuos.
Una experiencia memorable con personas excepcionales que sin duda voy a recordar mucho tiempo.
Una de las decisiones más satisfactorias que he tomado este año, ha sido reencontrarme con el tenis de mesa, mi deporte por excelencia. Quien ya practique una actividad deportiva revitalizante, capaz de canalizar sus energías y de elevar el estado de ánimo, no tendrá ningún problema en entender a qué me refiero con ello.
Es un deporte que, bien por falta de tiempo, o sobre todo por falta de infraestructura o compañeros de mesa, he estado muchos años sin practicar, y no es una manera de hablar, ya que mi apogeo de actividad fue cuando tenía unos 16 o 17 años, la etapa donde aprendí por primera vez la técnica y cuando más oportunidades tuve de disfrutarlo. Ya en 2005 escribía sobre cómo lo añoraba, y finalmente, un montón de años después, mi nueva ciudad me brinda la posibilidad de volver a las canchas.
Que un proyecto propio cumpla nada menos que veinte años es algo que produce, como mínimo, cierto respeto. Veinte años son una eternidad en medidas de Internet.
Giingo acaba de cumplir veinte años de existencia, aunque en su inicio nació como la típica web personal de principios de los 2000, con su clásico pastiche de contenidos. A los pocos meses reconvertí esta web al formato blog, al calor de la moda que llevaba más o menos un año creciendo, y que permanece hasta hoy. Recordar que originalmente se llamaban weblogs y que pasaron a denominarse blogs cuando se convirtieron en moda, y haber vivido su época dorada en la llamada Web 2.0 es algo que me hace sentirme un poco viejo, aunque prefiero usar el término veterano. Y es desde luego un verdadero viaje en el tiempo comparar la persona de 18 años que creó esta web allá por 2002, y la de 38 años que hoy, por alguna razón, lo conmemora.
Esta captura que recupero con motivo del aniversario está llena de singularidades de aquella época, como la rígida maquetación no responsive, y elementos que hoy en día son rarezas del pasado pero que eran comunes en aquella época, como la sección de libro de visitas o el uso de alias o nicks para identificarse o los míticos banners de 88×31.
No sé cuánto más perdurará este extraño proyecto llamado Giingo, pero cumplir dos décadas al frente de este blog, por ahora, es algo que me inunda de nostalgia, pues soy uno de los pocos rebeldes que se aferran a esa época durada donde los usuarios éramos soberanos del contenido, antes de que llegaran las redes sociales tal y como las conocemos hoy en día, y cambiaran el contenido en Internet, seguramente para siempre.
Una pepinera explosiva, así llamaba a esta planta cuando era pequeño.
En los paseos que daba por el campo (sí, he sido ese tipo de niño afortunado) me fijaba en esa planta silvestre que crecía en zonas agrestes y parecía una pequeña planta de melón o sandía, pues no en vano pertenece a la misma familia.
Descubrir cómo sus frutos «explotan» al mínimo contacto cuando están lo suficientemente maduros es toda una experiencia para un niño de corta edad, y así ha sido una planta que siempre ha pertenecido al imaginario de mi infancia, ya que además es una planta muy común en las zonas secas mediterráneas, que son las zonas donde siempre he vivido.
Ahora, ya casi peinando canas, y con pasado de fotógrafo, he encontrado realmente estimulante dar una vuelta de tuerca a esa experiencia de la niñez inmortalizando ese momento con el disparo ultrarrápido de mi cámara réflex.
Uno de los puntos de mi lista al aterrizar en la ciudad de Málaga era tomar el pulso al movimiento ciclista, aunque no me guste esa palabra y comprobar de qué distintas maneras se estaba potenciando la movilidad sostenible en la ciudad desde las bases. Mi primera experiencia fue el pasado mes de abril, pero no tomé fotos, así que no podía dejar pasar esta segunda ocasión para fotografiar y comentar un tema que me interesa mucho.
Volver a tomar parte en una masa crítica después de tantos años me ha hecho recordar viejos y buenos tiempos, y me ha hecho sentirme un poco más parte de esta aún nueva ciudad que ahora me acoge. Y es que me parece crucial implicarse en esta y otras iniciativas, especialmente en ciudades como Málaga, que aún están en vías de desarrollo de normalización del uso de la bici.
La masa crítica de Málaga es un encuentro no organizado de usuarios de la bicicleta que se celebra el último viernes de cada mes, a las 20 horas, en la plaza de la Marina.
Lo que hace especial a esta fotografía de otras que tengo de mis plantas es el hecho de ser la última que hice aún viviendo en Murcia. Son los amarilis del huerto trasero de mi casa, acudiendo puntuales a su cita de floración anual, y, en esta ocasión, también regalándome una colorida despedida tres años atrás.
La siguiente foto que aparece en la galería de mi teléfono es el maletero de mi coche cargado de cosas de mudanza, con las primeras luces del día, preparado para emprender un viaje a Barcelona, la ciudad a la que estaba apunto de mudarme.
Hace casi un año que decidí comenzar un proyecto de cortometraje con Benito como protagonista. La idea era muy simple, presentando a Benito conduciendo conduciendo un kart por las calles de Barcelona, y este trabajo estaba basado únicamente en la diversión de producirlo y el aprendizaje inherente a cada nuevo proyecto que realizo.
La intención era continuar la línea de proyectos basados en la integración de animación 3D en imágenes de vídeo real, que ya venía realizando desde unos meses atrás en forma de píldoras de vídeo, ahora convertido en un proyecto mayor como este cortometraje de cinco minutos y medio.
También es un proyecto que marca una transición simbólica entre dos etapas de mi vida, pues planifiqué y grabé todo el metraje de vídeo real durante los últimos dos meses de mi etapa en Barcelona, para terminar de realizar toda la parte digital del montaje ya desde Málaga, la ciudad que me acoge hoy en día.
La algarroba es un alimento conocido y desconocido al mismo tiempo, incluso en las regiones mediterráneas en las que crece. El algarrobo o Ceratonia siliqua (el árbol que las produce) se puede encontrar en muchos parques de las zonas mediterráneas de España en incluso muchos lugares donde aparentemente crece de casi de manera silvestre. Es un viejo conocido de nuestros abuelos, que lo llamaban «el chocolate de los pobres» por su sabor y color que recuerdan al cacao y lo fácil de su cultivo, y hay alguno que lo relaciona más como alimento para ganado, pero hoy día aún no está muy extendido relacionarla con la repostería.
Mi historia de amor con este alimento comenzó el día que pedí un flan de algarroba como postre en el hoy extinto restaurante Maná en Murcia, un vegetariano al que me gustaba ir de vez en cuando. Tenía mucha curiosidad porque siempre había escuchado sus comparaciones con el chocolate y me apetecía probar un sabor tan autóctono y hasta ahora desconocido.