En mi camino de retomar el hábito de lectura me he topado con un cambio poco habitual. Tras diez años usando un lector de libros electrónicos para leer, he regresado al libro de papel.
La reflexión que precede a este cambio no orbita ya solo alrededor de la practicidad o idoneidad leer de una manera u otra, sino sobre un factor que estoy teniendo cada vez más en cuenta con todo lo que me rodea: cómo me hace sentir. Estoy introduciendo un factor subjetivo en una decisión, algo a lo que no estaba nada acostumbrado, pero que me está llevando a un escenario de vida en el que me voy sintiendo más cómodo y relajado.
Sí, me cuesta un poco mantener el libro abierto cuando leo acostado, en ocasiones es pesado, de vez en cuando se me cae el marcapáginas, y aún a menudo extraño poder buscar instantáneamente una palabra del texto en el diccionario, pero me gusta agarrar un libro con las manos, me gusta el hecho de tenerlo conmigo, como un amuleto, un talismán, un fetiche. Me gusta ser consciente de toda la integridad del libro solo rodeándolo con mis dedos, y, por supuesto, me gusta su olor. Me gusta sentirme a salvo de las garras del monopolio del libro digital y sus lobbies asociados, y no tener que elegir entre éste o ser pirata. Me gusta poder comprar un libro de segunda y tercera mano. Me gusta recuperar el derecho a prestar algo que es mío. Me gusta recorrer los pasillos de una librería o los rincones de una biblioteca. Me gusta poder comprar en un pequeño comercio o en una editorial independiente. Me gusta ir a casa de una persona y contemplar su colección de un vistazo desde la curiosidad y a veces la admiración, conocer un poco más de esa persona a través de su estantería. Me gusta volver a leer libros de papel.
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