Hay muchos factores negativos de la vida cotidiana a las que estamos acostumbrados por puro adormecimiento, por un sentimiento de anestésica costumbre. Uno de los más tangibles, a pesar de lo peligrosamente natural y aceptado que resulta hoy en día en las ciudades, es la contaminación del aire.
La adquisición de una máscara antipolución estaba entre mis tareas pendientes desde hace varios años, y finalmente me decidí a realizar la inversión. Uno de los motivos de ese retraso es que quería informarme bien sobre hasta qué punto era peligroso y real el problema de la contaminación, y también sobre si realmente una máscara antipolución cumple la función para la que está destinado.
Sobre el primer punto no cabe ninguna duda, y parece que durante el escándalo del Dieselgate con Volkswagen a la cabeza se recobró algo de conciencia colectiva sobre el problema. Lo más insultante de todo es que el gobierno de España, lejos de imponer sanciones contra los fabricantes por delitos contra la salud pública, pidió a la comisión europea modificar las leyes para que se pudiera contaminar más, y con ello, convertir en legal de facto la estafa de los fabricantes de motores diésel implicados. Existe mucha información al respecto, pero la conclusión es que nadie allí arriba está por la labor de proteger al ciudadano.
La idea de «si fuera tan malo ya estaría prohibido» resulta bastante infantil e ingenua hoy en día, y la polución y el deterioro ambiental es solo un ejemplo entre otros muchos
Las leyes actuales velan fundamentalmente para evitar daños inmediatos o demasiado susceptibles de ser correlacionados con las causas que regulan (seguridad vial, delitos penales, etc.), pero hacen muy poco en pro de la regulación de otros daños menos visibles o cuya causa resulta más ambigua (que no confusa). Así, que abandonando esa falsa idea de gobierno paternal, decido actuar por mi cuenta y dar el siguiente paso.
La elección de la máscara se debe basar sobre todo en un importante factor, y es el tamaño de las partículas que es capaz de filtrar. Y esa es la razón de que invirtiera unos 50€ en una Respro Ultralight, ya que no todas las máscaras antipolución del mercado tienen la capacidad de filtrar partículas PM 2,5, que provienen mayoritariamente de motores diésel. Los motores de gasolina también contaminan y son peligrosos, pero hoy en día son más dañinos para el medio ambiente que para la salud de las personas. Con esto queda explicado de facto por qué las famosas mascarillas de carpintero que se ven con frecuencia en países asiáticos como China sirven poco más que para no tragar insectos.
¿Por qué es importante el tamaño de las partículas? En pocas palabras son partículas tan pequeñas que nuestro sistema respiratorio es incapaz de filtrarlas, y en consecuencia, dichas partículas pueden introducirse en el organismo y penetrar en el torrente sanguíneo. Este artículo de Ecologistas en Acción sobre las partículas PM 2,5 lo explica de una manera muy comprensible y didáctica.
La máscara antipolución es algo que todavía llama la atención en las ciudades menos grandes, pero despierta curiosidad. La gente a veces mira de reojo. ¿Vergüenza? No soy yo precisamente quien tiene que sentirla.
Y volviendo al título de esta entrada, lo peor es acostumbrarse. Igual que un fumador deja de oler el tabaco, una persona que vive en una ciudad se acostumbra a la situación de iluminación perpetua, o una persona que vive junto las vías del tren deja de inmutarse con el constate transcurrir de vagones, nuestro cerebro anula las señales de los sentidos por una exposición persistente. Después de solo una semana usando la máscara al llevar la bici, me sentí tentado a usarla también para caminar, pues como consecuencia, al ir caminando por el mismo entorno, percibía de manera mucho más intensa y desagradable el humo de los coches al que me había acostumbrado en el pasado, especialmente el de los diésel, que son inmensa mayoría en Europa, y se hace poco menos que insoportable.
No Comments