
Dibujar es una de esas cosas de las que, sin un talento especial, disfruto igualmente, como cantar. Es un ámbito en el que he aprendido a apagar mi yo perfeccionista, dejando de lado el escrutinio ajeno, los juicios y la validación externa, y trasladando el foco al proceso frente al resultado. Llevar siempre encima un pequeño cuaderno de tamaño A6 y un bolígrafo que solía usar para realizar anotaciones esporádicas, ha facilitado mucho que comience este nuevo hábito de manera orgánica.
Mi nueva terapia es darme permiso para disfrutar de tiempo no productivo, en el que no hago otra cosa que plasmar con mi mirada lo que tengo a mi alrededor. Un dibujo me puede demorar diez minutos o quizás media hora; puede tener errores de perspectiva y partes irreconocible, pero ¿qué más da? Lo importante no es que se me enfríe el café mientras hago un mal dibujo, lo importante es que durante ese tiempo estoy frenando mi torrente de pensamientos cotidianos y estoy entrenando mi capacidad de observar mi entorno más próximo, y me estoy haciendo más presente.
Con el paso de las semanas, y sin haberlo planeado previamente, he ido creando una suerte de diario visual que refleja algunos de los momentos en que me he permitido para a contemplar.