Por estas fechas hará unos dos años que decidí dar el salto entre los libros de papel y los libros electrónicos. De alguna manera era cuestión de tiempo, teniendo en cuenta las ventajas que me ofrece, y lo que adoro la lectura. Aunque soy una persona profundamente hedonista, en este terreno no soy de esos puristas que no quieren renunciar al papel porque huele bien y da gustito tocar las páginas. Mi único impedimento era «tener otro aparato más» y la huella ecológica que pudiera tener mi cambio de hábitos.
Finalmente me deshice de esos impedimentos porque ambos son relativos a la cantidad de libros que se tiene el hábito de leer, y curiosamente el mayor problema que he tenido (y quizás el único) ha sido más bien el sufrimiento al que somete la enfermiza e hiper-controladora industria de gestión de derechos a quien pretenda ser un usuario legal pero no esté dispuesto a los abusos a los que debe someterse para «legalizar» su calidad de usuario. Sobre este tema hablé bastante en varias ocasiones (Mi aventura con el libro electrónico – primera parte, segunda parte, y tercera parte) explicando el via crucis.
Dejando aparte el sabor amargo del intento frustrado de ser un lector legal a ojos de la industria, el salto al libro electrónico solo me ha traído satisfacciones y novedades interesantes con respecto a los libros en papel: