Ayer al salir del trabajo por la noche (sí, por la noche) me encontré con una típica tormenta de final de verano, con sus truenos, sus relámpagos y toda la parafernalia meteorológica que la acompaña.
Se puede decir que mi relación con la lluvia sobre la bici es una mezcla de amor-odio. Por una parte están las salpicaduras, el agobio del chubasquero y la incomodidad de manejar la bicicleta en unas condiciones complicadas. Por otro lado está la sensación de libertad, la agilidad, la superioridad frente a las cuatro ruedas, e incluso el júbilo si uno aprende a divertirse en vez de empeñarse en luchar y quejarse (la naturaleza no es el enemigo).
Siempre llevo en la maleta de la bici un chubasquero para estas ocasiones pero como aún es verano y a pesar de la tormenta, no hace frío por estas latitudes, decidí por una vez no usarlo y fundirme completamente con la lluvia. Aunque sé que es una pequeña locura inasequible al día a día, asumí el empapamiento y decidí no huir del agua por una vez, sino disfrutar de ella.
Nada más salir, guardé todas las cosas que suelo llevar en los bolsillos como el teléfono móvil y las llaves en mi maleta estanca, y me eché a la calle a disfrutar de cada kilómetro hasta mi casa, a sabiendas de que al llegar a ella me esperaba un buena ducha y un cambio completo de ropa. Creedme, es una sensación de la que se aprende mucho, y que recomiendo experimentar cada cierto tiempo, como ejercicio para recordar quiénes somos y dónde nos encontramos.